INSTITUTO DOMINICANO DE GENEALOGÍA, INC.

Cápsulas Genealógicas

 

SUPLEMENTO CULTURAL DEL DIARIO Hoy

SÁBADO, 25 DE SEPTIEMBRE DE 2021

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LOS LIBROS PARROQUIALES VISTOS A TRAVES DE LAS VISITAS PASTORALES (5 de 8)

Preparado por Edwin Rafael Espinal Hernández

 

En 1786, el arzobispo Isidoro Rodríguez Lorenzo, a propósito de su visita pastoral a la parroquia de San Carlos de Tenerife, en su libro I de óbitos (1739-1792), folio 199 vuelto, mandó a no “omitir jamás los nombres y naturaleza de los padres del enterrado y del consorte supérstite en el caso de haber sido casado, para evitar de esta suerte la confusión que por falta de estas noticias se suele originar”[1]. Más de 70 años después, el arzobispo Bienvenido Monzón Martín, en su visita a la parroquia de San Antonio de Monte Plata, en el libro I de defunciones (1862-1910), folio 3, reclamó consignar en lo adelante los siguientes datos: “declárese la enfermedad que produjo la muerte, el día en que esta tuvo lugar, qué Sacramento recibió (habiendo capacidad en el individuo para recibirlos), específicamente, si murió o no intestado, y habiendo hecho testamento en poder de quién obra, y ante quién lo otorgó, y por último el nombre y apellidos, naturaleza y vecindad de dos testigos, dígase también la edad del fallecido”[2]. Mientras, en 1897, el arzobispo Fernando Arturo de Meriño mandó que el cura de Yamasá, siguiendo su formulario de 1889, publicado en el Boletín Eclesiástico, anotara la clase de entierro hecha a los difuntos “y la importante indicación del lugar de su origen”. Así lo plasmó en el folio 20 de su libro I de matrimonios (1888-1904)[3].

El peligro de muerte de un párvulo o un adulto ameritaría su bautizo, como ordenó el arzobispo fray Fernando del Portillo, O.P., al cura de la parroquia de Baní en su visita pastoral de 1794, consignando en los folios 52 a 55 de su libro I de defunciones (1771-1827) que, en tal circunstancia, del bautismo no debía hacerse mención solo en la partida de entierro sino en un acta separada, inscrita en el correspondiente libro de bautismos y con la correspondiente llamada. Otro señalamiento de interés, atendible para no confundir la fecha de enterramiento con la de muerte, fue la de dilatar hasta por 48 horas el entierro de toda persona, al observar que en dos partidas constaba “haberse dado sepultura a los cuerpos que se suponían difuntos, en el mismo día, lo que prohíben estrechamente las Leyes Eclesiásticas”[4].

Vale observar que los libros de enterramientos no reflejan la realidad en cuanto al número de fallecidos por la falta de declaración de defunciones, como se comprueba a partir de dos testimonios: el primero es de 1816 y corresponde al Pbro. Antonio de Soto, en relación con los entierros en San José de Los Llanos, donde se desempeñó como capellán. En el libro de entierros que entregó al Pbro. José Ruiz, cura de Santa Bárbara, anotó “que no hay más muertos porque los pocos que morían, todos los más los enterraban en donde morían, por la distancia y no haber quien los cargara”[5].

El otro es del arzobispo capuchino fray Roque Cocchia, a propósito de su visita pastoral a la parroquia de Nuestra Señora de los Remedios en Azua en 1877. Al visitar el libro I de entierros (1862-1887), en su folio 178 escribió: “considerando que la gente del campo se descuida en hacer asentar las partidas de sus difuntos, mandamos al Sr. Cura que avise en nuestro nombre del altar y cuide con la mayor diligencia a fin de que tamaño vacío sea regularmente llenado”[6]. La orden de Cocchia fue desatendida, pues en una carta a los fieles y al clero de 1882, expresaba su pesar por no haber “logrado disciplinar en los campos este ramo de la administración parroquial”, “a pesar de nuestras repetidas instancias en la predicación y de nuestras prescripciones en todos los libros parroquiales”[7].


Notas Bibliográficas:

[1] Sáez, S.J., José Luis, op. cit., p.157-158.

[2] Sáez, op. cit., p.181-182.

[3] Sáez, op. cit., p.243.

[4] Sáez, op. cit., p.165-166.

[5] Sáez, op. cit., p.173.

[6] Sáez, op. cit., p.201.

[7] Sáez, op. cit., p.215.

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